lunes, 28 de abril de 2014

La Joya de la Corona

     
      De los siete pecados capitales, el de la envidia, quizá sea el más lacerante. Algunos se engañan escudándose en una paradoja, "envidia sana", cuando experimentan dentro de sí ese fuego que no cesa, pero yo no pienso andarme con eufemismos. Lo que sentí al leer el correo electrónico ayer y contemplando las fotos que el cabronazo de Rorro me adjuntó a sus palabras hizo que me revolviese como el conde Drácula ante un plato de pollo al ajillo. Comenzó con una reflexión existencial poco común en él; decía que el ser humano se desnaturaliza al perder el contacto con el entorno rural, que estaba hasta el gorro de asfalto, humo de coches y ruidos estridentes. Así que cerró el "Vértigo" dispuesto a huir de tanta rutina. Hacía sol, de esos días que luce espléndido en mitad del cielo azul, y puso rumbo a Deva. Aparcó su coche cerca de la iglesia y empezó a recorrer caminos sin asfaltar entre robles y castaños. Seguí leyendo su carta sin enterarme de lo que narraba, sin ser capaz de sujetar mi imaginación que se perdía más allá de la ciudad.
      Gijón esconde su tesoro a escasos kilómetros del casco urbano, en parroquias milenarias que conservan las costumbres de antaño. Lugares que huelen a tierra húmeda, a hierba recién cortada. Se escucha el fluir de un río a la vera del camino, prados verdes y vacas que miran de reojo sin importarles demasiado tu presencia. Son pequeños paraísos donde abandonarse durante horas, donde morir rendido al cobijo de un olmo de hoja nueva y resucitar en cualquier merendero dando cuenta de una buena tortilla y unos culinos de sidra fresca. No conozco ciudad en el mundo que ofrezca a sus habitantes un privilegio así. Granda, Cabueñes, Somió, Caldones, la Providencia...Gijón es el equilibrio perfecto, la ciudad que lo tiene todo, porque sus casi trescientas mil almas no cultivan la ignorancia del urbanita que pretende finiquitar sus días sin conocer otro horizonte que el de la ventana de su vecina de enfrente. Los gijoneses (aquellos afortunados como el cabrón de Rorro que se permiten inocular el virus de la envidia en los que vivimos lejos) disfrutan del silencio roto por los gorgoritos de los pájaros, respiran el saludable estiércol de una casería y regresan después a su barrio con la mente clara y los pulmones engrandecidos.
      Sabía muy bien de lo que hablaba mi amigo, lo que sentía al descubrir de nuevo aquello que siempre ha estado ahí. A menudo olvidamos lo cercano. No está mal volver sobre nuestros pasos, saborear otra vez una botella de sidra en algún llagar y compartir vivencias. Eso era lo que pretendía Rorro con su email. Estaba eufórico, se había propuesto adelgazar, recuperar las buenas costumbres, los proyectos bien intencionados que se desvanecían en las primeras semanas de cada año. Aseguraba que mañana mismo compraría ropa deportiva para caminar y correr por las innumerables sendas del concejo de Gijón. Capullo. Aunque ésa será otra historia. La próxima semana os la contaré.   

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Carlos Álvarez Castañón