lunes, 16 de junio de 2014

No Soporto el Facebook

      Paco adoraba sus paseos por la playa. Cuando la bajamar alejaba el sonido de las olas se acercaba hasta la escalera catorce y descendía por la rampa con la reconfortante intención de pisar la arena. Acercaba sus pasos a la orilla y caminaba sin prisa buscando la silueta elegante de San Pedro al otro extremo de la bahía. Pero mi amigo, observador como pocos, es de ésos que se recrean en el detalle: una pareja que conversa entre sonrisas, un grupo de muchachos sentados en corro emulando a los sioux mientras comparten humo y meditación, tres deportistas que corren en dirección contraria a la suya...Personas que se relacionan, que se reconfortan ahuyentando la soledad al calor de otra mirada reflejada en la suya. Paco estaba solo, se sentía fuera de contexto, echaba de menos los tiempos felices, los días eternos de borrachera y de anchos horizontes, aquellos en los que más de un amanecer nos había sorprendido la luz del sol, al otro lado de la Providencia, a Paco, a Rorro y a mí.
      Trató de integrarse en algún grupo, trabar amistad con personas de su edad, sin éxito. La gente había evolucionado, se transformaba vertiginosamente en algo que él detestaba. Ese nuevo mundo global en el cual todos navegaban le infundía pavor, no se sentía capaz de subirse al tren de la modernidad, renunciar a su década gloriosa de los ochenta, corpórea y real. Sin embargo, mi amigo decidió dar el salto, probar el sabor de la amistad virtual, de los parabienes de la comunicación cibernética, de los besos y los abrazos representados por emoticonos. En sus intentos baldíos de renovar sus relaciones sociales, conoció a Hipólito, un cincuentón efervescente que vivía colgado de la pantalla táctil de su smartphone. Paco se dio cuenta de que aquella amistad no llegaría a ninguna parte cuando ellos dos se fueron de vinos por el barrio del Carmen; mi amigo hablaba y hablaba mientras Hipólito asentía ensimismado sin levantar apenas la mirada de su teléfono móvil. Después de aquella noche ocurrieron dos cosas: Paco no volvió a ver nunca más a su nuevo amigo y Paco se dio de alta en ese maravilloso territorio llamado Facebook. Lo intentaría con todas sus fuerzas, era el momento de cambiar la piel, un nuevo hombre, una nueva identidad, comenzar de cero, ¿qué más se puede pedir?
      Facebook era el mundo feliz, solicitó amistad con todo bicho viviente, deseaba ser uno de ellos, formar parte de esa masa indefinida que cada mañana daba gracias a la vida por haberles dado tanto. Se infiltró en grupos de viajeros, participó en chats de aficionados a la fotografía.  Hacían ostentación de su pasado colgando viejas imágenes de la niñez, docenas, cientos de "me gusta", él trató de hacer lo mismo, subió alguna instantánea que tiempo atrás había capturado con su Nikon de segunda mano, imágenes del cielo, nubes densas como el algodón, pero a nadie le gustaban esas chorradas y de pronto, el ímpetu del comienzo se apagó como la llama de una vela de cumpleaños y Paco dejó de solicitar amistad, dejó de subir sus sueños a la red y se dedicó a lo que siempre le había gustado: observar. Leía y leía, contemplaba rostros que sonreían abiertamente, trataba de descifrar lo que escondía cada ser, cada persona anónima y feliz. Una noche, agotado frente a la pantalla del ordenador se sintió vencido por esa corriente dichosa que se proyectaba con luz eléctrica sobre su rostro. No era más que el otro lado del espejo, esa realidad cruel que esconde sus miserias, igual que el resto de los anónimos que forman parte de ese mundo perfecto. Entonces fue cuando se percató de que Facebook ya no le gustaba, de que Facebook perjudicaba seriamente su salud. Necesitaba salir a la calle, no importaba la hora que fuese.
      Habían transcurrido varias horas cuando se percató del lugar que ocupaba en el mundo. Con el amanecer a sus espaldas, recordó por unos instantes los viejos tiempos, sin embargo, ahora, estaba solo frente al mar. Pero sabía que nadie había puesto aquella imagen ante sus ojos. Lo que tenía ante sí no era la pantalla de un ordenador, olía a sal, se escuchaba el rumor de las olas. Y cuando todo apuntaba hacia la desolación y la pena, Paco esbozó una sonrisa leve, real como la vida misma.
        

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Carlos Álvarez Castañón