lunes, 7 de julio de 2014

Semana Negra

      La ciudad estaba muy cambiada. Sebastián apenas identificaba el entorno; Cimadevilla se dibujaba al fondo, un cúmulo de tejados asomándose al mar; al otro extremo, el puerto industrial, áspero y contundente, y el dique disfrazando el horizonte de gris hormigón. Ante él se plasmaba el agua remansada, la arena y una vida que regresaba a borbotones. Aquel nunca había sido su barrio y esa playa que ahora contemplaba tampoco formaba parte de la ciudad en la que creció. Sin embargo, el aire olía como en su niñez, sabía que se encontraba en Gijón, un lugar del cuál había huído veinte años atrás y al cuál no había regresado hasta ese día de verano. Buenos Aires, Chicago, Berlín, Siracusa o Casablanca eran escenarios tan propicios como cualquier otro. Se trataba de ser limpio y eficiente. Trabajo, simplemente trabajo. Sex, que así se había bautizado desde que empezó su nueva vida, inspeccionaba el terreno con mirada clínica: vías de escape, zonas oscuras, rincones camuflados...Detalles que catapultan al éxito silencioso y al dinero fresco. Atardecía en la Playa de Poniente y el joven Sebastián reclamaba su dosis de nostalgia, Sex se adentró en la calle Marqués de San Esteban para tomar una cerveza, escuchar el acento que él había perdido mucho tiempo atrás y afianzar su estrategia punto por punto. Un grupo de amigos charlaban distendidamete acerca del verano y los conciertos. "La vida puede ser transparente", pensó Sex. Por un instante atisbó la sombra de un remordimiento, una caricatura de lo que un día fue su propia conciencia. Imaginó una hipotética vida en Gijón, la vida de ese muchacho llamado Sebastián que vagaba por las calles del centro admirando la arquitectura modernista. Pobre ingenuo, jamás hubiera soñado con lo que le aguardaba al otro lado de la inocencia. Mientras algunos de su edad madrugaban para asistir a exámenes de la facultad, él trasnochaba hasta el alba para cumplir su cometido. Más de una noche sintió un desamparo lacerante que le impedía  dormir. De alguna manera las piezas encajaban: su desposesión, su abandono, el aire húmedo y salado que respiraba, el color de su ciudad. Sebastián parecía rebelarse, reclamaba lo que era suyo, una vida arrebatada. Pero Sex era demasiado fuerte.
      Salió del bar. La noche se había apoderado de cada esquina, "no hay escapatoria". Echó una ojeada a su Tag Heuer: las diez en punto. Caminó hacia el recinto ferial; las luces locas de las atracciones iluminaban el entorno y miles de personas merodeaban por el paseo marítimo. El punto acordado era fácil de encontrar: la gran noria. Sex llegó a la hora exacta, y con puntualidad británica su teléfono móvil vibró un par de veces; un mensaje de texto describía con precisión el objetivo. Realizó un fructífero barrido; su hombre se hallaba en el puesto de perritos calientes: camiseta floreada, de rubia melena recogida en una coleta y tatuaje geométrico en su brazo derecho. El tipo salió dirección a la noria con el propósito de sacar un tiket, pero no lo hizo. Se dirigía sin rumbo aparente entre la multitud, giró a la izquierda y se detuvo en una tómbola de tiro, Sex esbozó una leve sonrisa. Aguardó atento, sin apremiarse, escuchando los latidos de su propio corazón bombeando por encima de las músicas estridentes que se entremezclaban con el humo de las barbacoas de carnes a la brasa. Nada importaba, ni los gritos de quienes sufrían los vaivenes del "Revolution", ni las sirenas de los caballitos, ni el ritmo latino de Rubén Blades que desgranaba sus éxitos sobre el escenario central. Sex y su hombre, ellos dos en mitad del caos, con la sangre circulando por sus venas a más de cien por hora. El rubio abandonó la escopeta y se detuvo en mitad de la calle, miró su reloj y tecleó un rato en su smartphone. Caminó a contra corriente, hacia las dársenas abandonadas del viejo astillero; las grúas permanecían inertes y oxidadas como garras que arañan la noche. Lo vio al fondo, solo, como el día en que llegó al mundo, hablaba alterado por su teléfono, gesticulando. Cuando se giró, todo ocurrió muy rápido; la mirada del rubio mezcla de sorpresa y desamparo, el revólver de Sex como una prolongación de su mano y la pregunta del hombre desarmado al identificar ese rostro, inolvidable amistad de la infancia: "¿Sebastián?" Y a pesar de que todo fue tan breve, una vida entera recorrió su mente. Sebastián identificó de pronto a su viejo amigo, su voz, sus juegos, sus anhelos, y entonces fue cuando respondió a su duda: "¿Sebastián? Error. Mi nombre es Sex."
¡¡¡BANG!!!             

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Carlos Álvarez Castañón