lunes, 28 de julio de 2014

Viento en el Cuerpo

      La fascinación de los gijoneses por las alturas no es nueva. Desde que el catalán Garnier, deleitase a un público entregado al módico precio de 1,5 pesetas en preferente y 0,5 en general, allá por mil novecientos diez, las demostraciones aéreas no han hecho más que repetirse año tras año. Por aquel entonces solía utilizarse el campo de "Las Mestas" como recinto; desde allí despegaban los aviones pilotados por locos intrépidos capaces de ofrecer vuelos rasantes y adrenalina a raudales. Casi nada se encontraba bajo control, la libertad del aventurero constituía la envidia de quienes contemplaban absortos su pericia y su desfachatez; se trataba de un baile en el alambre a cientos de pies del suelo, un coqueteo con la muerte que muchas veces terminaba en fatal matrimonio. Ése fue el caso de Mariano Pola; industrial gijonés, con calle propia en el Natahoyo que terminó estampando sus huesos en tierras francesas. Pero unos meses antes del terrible accidente, el señor Pola, había cumplido uno de sus grandes anhelos: sobrevolar la costa de su Gijón natal acunado por el clamor de su gente.
      Sin embargo ellos no fueron los primeros en contemplar desde arriba la verde campiña que adorna la Villa de Jovellanos. Milá, despegando de la arena de "El Bibio", levitó con la parsimonia que ofrece ese artilugio llamado, globo aerostático. Fue en mil ochocientos ochenta y nueve cuando este hombre logró la proeza. Las gentes de entonces se preguntaban cómo podría ser factible surcar los vientos como un pájaro. Y así, con el gusanillo instalado en lo más profundo de nuestros antepasados, la historia se repitió sistemáticamente como una especie de ritual. Se trataba de una apuesta segura, garantía de éxito.
      Ha pasado siglo y pico desde la primera vez y el verano en la Costa Verde sigue teniendo un referente
en el cielo de Gijón. La solitaria hazaña de un hombre se ha diversificado; ahora tenemos paracaidistas ejecutando coreografías perfectas, helicópteros de rescate marítimo exhibiendo su potencial, máquinas veloces capaces de surcar el cielo a quinientos kilómetros por hora, avionetas que conocen de cerca el horror de Vietnam o Corea, un caza de la Segunda Guerra Mundial, la Patrulla Águila... Espectáculo en toda regla, presenciado por muchos miles de espectadores que dan colorido a una bahía de San Lorenzo incomparable. Era lógico contemplar aquellas máquinas con la boca abierta, entregarse al derroche de talento de los pilotos. Pero yo, que suelo tener la rara costumbre de cambiar el punto de vista de las cosas, imagino el panorama desde arriba, con la arena y el paseo marítimo repletos de gente, con el Cerro de Santa Catalina, los tejados del viejo barrio pesquero, el puerto y el soberbio perfil de mi ciudad que se pierde en lontananza entre el Cantábrico y La Providencia. Siempre fui un miedica, de esos a los que les tiemblan las piernas con sólo echar un vistazo al caprichoso trazado de la montaña rusa, de los que prefieren agarrarse con fuerza a una farola mientras capea su propia borrachera en tierra firme. Pero a veces no puedo evitar una punzada de envidia al imaginar lo que estos pilotos sienten al volar como un pájaro. Y en sueños, sólo en ese maravilloso territorio, soy yo el que surca el cielo gijonés, a los mandos de un avión de doble ala, equipado con casco, chupa de cuero viejo y gafas a la antigua usanza. Entonces, dejo que rujan los caballos del motor, muy cerca del mar. Y con el viento sobre mi cuerpo contemplo al público que me aclama mientras grito a pulmón:
¡¡¡¡¡¡YUJUJUYYYYYYY!!!!!!

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Carlos Álvarez Castañón